La tosca lluvia golpeaba sobre los adoquines. Hace media hora había pasado el último colectivo, que por razones poco claras no paró. Ahora él se encontraba sucio y mojado, a la deriva del capricho del próximo micro. Los autos pasaban traqueteando sobre el empedrado, golpeando rápidamente las lagunas entre los baches, y enchastrando al pobre hombre, sin ver que necesitaba su ayuda.
Vio unas luces doblar hacia él en la esquina a dos cuadras de distancia. Eran demasiado bajas como para ser las que esperaba, pero por alguna razón se sintió atraído por ellas. Fue el único que pasó suavemente, rozando la superficie de los charcos, como si flotara, deslizando el agua en ondas suaves y elegantes. Pudo ver su invitación roja desde lejos. Cuando se acercó escuchó el arrullo de la llovizna sobre su capó, aligerando el clima tempestuoso. Al pasar por al lado, le guiñó llamándolo a subir. Y aunque en un principio dudó, él sabía perfectamente lo que necesitaba. Le tendió una mano y bajo la cabeza, rechazándolo con un gesto amable. El conductor aceleró de prisa y se alejó de la escena, dejando solo una estela amarilla sobre el pavimento.
Pero después de tanta espera, finalmente llegó. Su presencia era inconfundible, con un aire insuperable sobresalía de la multitud del tránsito. Se acercaba con el ritmo del limpiaparabrisas, bamboleando su sencillo cuerpo sobre sus ejes. Sus ruedas se encontraban con polvo y barro de la jornada. Sus luces gastadas no llegaban a iluminar todo el frente, pero su letra grande y enérgica era inconfundible. Entre todas esas formas imponentes resaltaba el pequeño cartelito verde esmeralda: “Ramal 4”.
Quedó emocionado, pero su esperanza se desvaneció rápidamente, el colectivo no frenó en la parada y siguió la marcha. Tuvo que perseguirlo con todas sus fuerzas, no podía dejar pasar esta oportunidad.
Para su suerte, el semáforo cambió de luz, dándole la chance que necesitaba. Se paró frente a la puerta empañada, sin poder ver al interior. Gritó fuertemente, desesperado, sabía que debía escucharlo y no podía ignorarlo. Debía persuadirlo en los pocos segundos que había entre ambos colores.
-Por favor te lo pido, hace más de una hora que estoy empapándome –. No hubo respuesta.
-No me hagas esto. Abrime, te lo ruego. No puedo pasar más tiempo así, tirado, solo. – La puerta siguió muda.
-Sí, ya sé que llegué tarde. Que dejé pasar uno porque iba a estar incómodo. Pero ahora no importa. Viajo parado, en el techo, lo que quieras. Lo único que te pido es que no me dejes-.
El semáforo cambió, el motor del colectivo gruñó. Él no se inmutó, parado e inmóvil, sólo podía esperar una contestación. Al fin, la puerta se plegó a un costado y los dos hombres se miraron a los ojos, sonriendo.
Esperó a que suba y arrancó, luego de la conmoción lo único que atinó a decir el hombre fue “¿Vos sabés lo que es estar bajo la lluvia esperándote?”.
Vio unas luces doblar hacia él en la esquina a dos cuadras de distancia. Eran demasiado bajas como para ser las que esperaba, pero por alguna razón se sintió atraído por ellas. Fue el único que pasó suavemente, rozando la superficie de los charcos, como si flotara, deslizando el agua en ondas suaves y elegantes. Pudo ver su invitación roja desde lejos. Cuando se acercó escuchó el arrullo de la llovizna sobre su capó, aligerando el clima tempestuoso. Al pasar por al lado, le guiñó llamándolo a subir. Y aunque en un principio dudó, él sabía perfectamente lo que necesitaba. Le tendió una mano y bajo la cabeza, rechazándolo con un gesto amable. El conductor aceleró de prisa y se alejó de la escena, dejando solo una estela amarilla sobre el pavimento.
Pero después de tanta espera, finalmente llegó. Su presencia era inconfundible, con un aire insuperable sobresalía de la multitud del tránsito. Se acercaba con el ritmo del limpiaparabrisas, bamboleando su sencillo cuerpo sobre sus ejes. Sus ruedas se encontraban con polvo y barro de la jornada. Sus luces gastadas no llegaban a iluminar todo el frente, pero su letra grande y enérgica era inconfundible. Entre todas esas formas imponentes resaltaba el pequeño cartelito verde esmeralda: “Ramal 4”.
Quedó emocionado, pero su esperanza se desvaneció rápidamente, el colectivo no frenó en la parada y siguió la marcha. Tuvo que perseguirlo con todas sus fuerzas, no podía dejar pasar esta oportunidad.
Para su suerte, el semáforo cambió de luz, dándole la chance que necesitaba. Se paró frente a la puerta empañada, sin poder ver al interior. Gritó fuertemente, desesperado, sabía que debía escucharlo y no podía ignorarlo. Debía persuadirlo en los pocos segundos que había entre ambos colores.
-Por favor te lo pido, hace más de una hora que estoy empapándome –. No hubo respuesta.
-No me hagas esto. Abrime, te lo ruego. No puedo pasar más tiempo así, tirado, solo. – La puerta siguió muda.
-Sí, ya sé que llegué tarde. Que dejé pasar uno porque iba a estar incómodo. Pero ahora no importa. Viajo parado, en el techo, lo que quieras. Lo único que te pido es que no me dejes-.
El semáforo cambió, el motor del colectivo gruñó. Él no se inmutó, parado e inmóvil, sólo podía esperar una contestación. Al fin, la puerta se plegó a un costado y los dos hombres se miraron a los ojos, sonriendo.
Esperó a que suba y arrancó, luego de la conmoción lo único que atinó a decir el hombre fue “¿Vos sabés lo que es estar bajo la lluvia esperándote?”.
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