jueves, 23 de agosto de 2012

Los hombres que traen alegría

Hace muchos años, los curas misioneros intentaron la difícil tarea de llevar nuestra fé a los lugares más recónditos del planeta. Esta es la historia de un grupo de ellos, queriendo penetrar en las frías tierras del Himalaya, donde nuestro Señor no había llegado nunca.

Los hombres de fe se prepararon tanto material como espiritualmente. Consiguieron las mejores prendas para resistir la nieve, el mejor equipo para la montaña, el mejor transporte y los mejores animales de carga. Pasaron días en ayuno para acostumbrarse a la hambruna que pasarían, meditaron profundamente para alcanzar el vínculo con el único Dios y resistieron sus propios latigazos para conseguir la concentración mental necesaria.

Preparados para la travesía, cruzaron todas las tierras extranjeras. Desde Italia hasta el Medio Oriente, cruzando el Asia, pasando a través de la India, sufriendo la temperatura y los ambientes hostiles de todas esas tierras, hasta llegar al Himalaya.

Allí desplegaron sus mejores armas contra la falta de fe, con la Biblia en mano y recitando los santos evangelios, enseñaron la palabra divina a los pobladores del lugar. Pero a los habitantes no parecían importarles las sagradas enseñanzas. La mayoría estaba ensimismado en sus tareas diarias, como la labranza y la gandería, y no querían gastar su tiempo en aprender las bondades del Señor.

Los misioneros intentaron entonces intervenir con los hombres que conocían los ritos y supersticiones del lugar. Encontraron un grupo de monjes calvos que solía subir a la cima de la montaña para sentarse y respirar. Los curas los acompañaron pero no pudieron darle la Buena Noticia, ya que los hombres se sentaban en silencio y no exteriorizaban ningún gesto, ni una mueca. Se quedaron paralizados por horas, sin siquiera comer ni beber. Ante tan extraño ritual, los curas se quedaron sin posibilidad de propagar la palabra divina, por lo que bajaron al pueblo.

Sólo les quedaba un último recurso, el mismo que utilizaban para evangelizar a los pueblos más bárbaros: las estampitas de Jesús. Estas contenían bellas imágenes de la vida del Señor, e incluían pasajes bíblicos en su anverso con las enseñanzas de la palabra divina. Pero los pobladores superaban las expectativas. Al tomar una estampa la miraban extrañados, sin entender la simbología impresa en el cartón. La toman y le daban vueltas, ni siquiera reconocían las figuras humanas ni las representaciones visuales de cosas tan comunes como una vaca o una verde campiña.

Cuando estaban a punto de desistir en la misión, un hombre pareció reconocer la estampita que le estaban entregando. Los curas lo observaron detenidamente, a pesar de su extraña ropa no era como los otros pobladores. Tenía la piel más clara y tersa, y los ojos grandes y redondos. El extraño hombre blanco salió corriendo ante el entusiasmo de los hombres de fé.

Lo siguieron hasta su tienda y le insistieron para que salga en las treinta lenguas distintas que conocían los eruditos. Al final, sin saber si porque entendió o por resignación, el hombre abrió su choza y los invitó a pasar para resguardarse de la nieve.

-Yo sé a que han venido ustedes- dijo el hombre blanco en una extraña y rústica lengua romance – Ustedes han venido a traer su alegría al pueblo, pero no saben que este pueblo ya ha sido visitado por el hombre que ríe.

Los misioneros se sorprendieron del conocimiento de este hombre y le indagaron para saber más acerca de los ritos de esa cultura extranjera.

-Yo he venido de la misma tierra que ustedes y les he enseñado con mis propios métodos la alegría y la esperanza que tanto ustedes quieren inculcar. Ahora es tarde y estoy cansado, pero con los preparativos suficientes les demostraré los frutos del trabajo realizado.

Los curas se fueron satisfechos con la visita y se prepararon para el día en el que el pueblo entero haría una demostración de fe ante los hombres de la iglesia. Estuvieron toda una semana esperando, impacientes, sin saber qué tipo de experiencia religiosa les esperaba. Al ver que el pueblo no había cambiado sus actitudes, seguían labrando y cosechando como siempre, fueron a insistir al hombre blanco.

-Ustedes esperen y verán, mañana a las doce, cuando el sol llegue a su punto más alto, todo el pueblo estará mostrándoles las enseñanzas de nuestra tierra europea.

Los misioneros hicieron caso y al mediodía siguiente se encontraban todos juntos mirando el sol esperando a que llegara el pueblo con sus ofrecimiento. Ese día no había nadie afuera, ni los niños, ni las mujeres, ni los labradores. Parecía que habían abandonado el lugar sin dejar a nadie atrás.

“Esto parece una broma” dijo uno de los curas, impaciente. Y así como lo dijo, miles de niños salieron de las tiendas con máscaras y disfraces coloridos. Comenzaron a bailar alrededor del grupo de misioneros, con alegres cantos y danzas desconocidas para los curas.

“¡Blasfemia!¡Blasfemia!” gritó uno. “Cálmese hombre, capaz es un antiguo ritual pagano en nombre del Señor” lo tranquilizó otro.

Luego salieron las mujeres vestidas de todos los tonos, con coloridas polleras y pelucas rizadas, moviendo las caderas y formando un circulo concentrico alrededor de los niños. Al rato aparecieron los hombres de hombros anchos, con vestidos similares y maquillaje sobre sus rostros.

“Esto es inaudito, exigimos una explicación” decían los misioneros, atrapados en un torbellino de risas y colores.

En ese momento, hizo su aparición triunfal el hombre blanco que los había engañado. Estaba montado sobre dos grandes patas de madera, haciéndolo llegar hasta los seis o siete pies de altura. Llevaba una peluca como los otros, un traje hecho con retazos de distintas prendas y una abominable, redonda y saliente nariz roja.

Incitándolos en su extraña lengua, el hombre blanco daba direcciones desde la altura haciendo que la masa amorfa se mueva en un compás diabólico. Los curas atemorizados no supieron qué hacer más que unirse todos juntos y esperar que el termine el espectáculo pecaminoso. Tras cada dirección del alto hombre, los pobladores ya sabían como dirigirse, hacia donde moverse, que tipo de giro hacer, como si hubiesen preparado esta danza ritual por mucho tiempo.

Con una última orden, todos los pobladores se quedaron paralizados, como si esperaran una acción. Hubo un silencio largo, los misioneros miraban a sus alrededores y lo único que encontraban eran miradas cruzadas, penetrantes como flechas, en los ojos endemoniados de aquel pueblo. La tensión se rompió con el primer estallido, bombas con agua caían sobre los hombres de fe, los cuales salieron corriendo espantados entre gritos, silbidos y abucheos.

Al volver a la Europa madre, contaron la historia a todos los señores de la iglesia para que tengan conciencia de lo que sucede en aquellas tierras lejanas. Y para que conozcan la vergüenza por la que hicieron pasar a la santa institución.

Dios tenga en la gloria a los que promulgan su palabra de paz.

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