Hace muchos años, los curas misioneros
intentaron la difícil tarea de llevar nuestra fé a los lugares más
recónditos del planeta. Esta es la historia de un grupo de ellos,
queriendo penetrar en las frías tierras del Himalaya, donde nuestro
Señor no había llegado nunca.
Los hombres de fe se prepararon tanto
material como espiritualmente. Consiguieron las mejores prendas para
resistir la nieve, el mejor equipo para la montaña, el mejor
transporte y los mejores animales de carga. Pasaron días en ayuno
para acostumbrarse a la hambruna que pasarían, meditaron
profundamente para alcanzar el vínculo con el único Dios y
resistieron sus propios latigazos para conseguir la concentración
mental necesaria.
Preparados para la travesía, cruzaron
todas las tierras extranjeras. Desde Italia hasta el Medio Oriente,
cruzando el Asia, pasando a través de la India, sufriendo la
temperatura y los ambientes hostiles de todas esas tierras, hasta
llegar al Himalaya.
Allí desplegaron sus mejores armas
contra la falta de fe, con la Biblia en mano y recitando los santos
evangelios, enseñaron la palabra divina a los pobladores del lugar.
Pero a los habitantes no parecían importarles las sagradas
enseñanzas. La mayoría estaba ensimismado en sus tareas diarias,
como la labranza y la gandería, y no querían gastar su tiempo en
aprender las bondades del Señor.
Los misioneros intentaron entonces
intervenir con los hombres que conocían los ritos y supersticiones
del lugar. Encontraron un grupo de monjes calvos que solía subir a
la cima de la montaña para sentarse y respirar. Los curas los
acompañaron pero no pudieron darle la Buena Noticia, ya que los
hombres se sentaban en silencio y no exteriorizaban ningún gesto, ni
una mueca. Se quedaron paralizados por horas, sin siquiera comer ni
beber. Ante tan extraño ritual, los curas se quedaron sin
posibilidad de propagar la palabra divina, por lo que bajaron al
pueblo.
Sólo les quedaba un último recurso,
el mismo que utilizaban para evangelizar a los pueblos más bárbaros:
las estampitas de Jesús. Estas contenían bellas imágenes de la
vida del Señor, e incluían pasajes bíblicos en su anverso con las
enseñanzas de la palabra divina. Pero los pobladores superaban las
expectativas. Al tomar una estampa la miraban extrañados, sin
entender la simbología impresa en el cartón. La toman y le daban
vueltas, ni siquiera reconocían las figuras humanas ni las
representaciones visuales de cosas tan comunes como una vaca o una
verde campiña.
Cuando estaban a punto de desistir en
la misión, un hombre pareció reconocer la estampita que le estaban
entregando. Los curas lo observaron detenidamente, a pesar de su
extraña ropa no era como los otros pobladores. Tenía la piel más
clara y tersa, y los ojos grandes y redondos. El extraño hombre
blanco salió corriendo ante el entusiasmo de los hombres de fé.
Lo siguieron hasta su tienda y le
insistieron para que salga en las treinta lenguas distintas que
conocían los eruditos. Al final, sin saber si porque entendió o por
resignación, el hombre abrió su choza y los invitó a pasar para
resguardarse de la nieve.
-Yo sé a que han venido ustedes- dijo
el hombre blanco en una extraña y rústica lengua romance –
Ustedes han venido a traer su alegría al pueblo, pero no saben que
este pueblo ya ha sido visitado por el hombre que ríe.
Los misioneros se sorprendieron del
conocimiento de este hombre y le indagaron para saber más acerca de
los ritos de esa cultura extranjera.
-Yo he venido de la misma tierra que
ustedes y les he enseñado con mis propios métodos la alegría y la
esperanza que tanto ustedes quieren inculcar. Ahora es tarde y estoy
cansado, pero con los preparativos suficientes les demostraré los
frutos del trabajo realizado.
Los curas se fueron satisfechos con la
visita y se prepararon para el día en el que el pueblo entero haría
una demostración de fe ante los hombres de la iglesia. Estuvieron
toda una semana esperando, impacientes, sin saber qué tipo de
experiencia religiosa les esperaba. Al ver que el pueblo no había
cambiado sus actitudes, seguían labrando y cosechando como siempre,
fueron a insistir al hombre blanco.
-Ustedes esperen y verán, mañana a
las doce, cuando el sol llegue a su punto más alto, todo el pueblo
estará mostrándoles las enseñanzas de nuestra tierra europea.
Los misioneros hicieron caso y al
mediodía siguiente se encontraban todos juntos mirando el sol
esperando a que llegara el pueblo con sus ofrecimiento. Ese día no
había nadie afuera, ni los niños, ni las mujeres, ni los
labradores. Parecía que habían abandonado el lugar sin dejar a
nadie atrás.
“Esto parece una broma” dijo uno de
los curas, impaciente. Y así como lo dijo, miles de niños salieron
de las tiendas con máscaras y disfraces coloridos. Comenzaron a
bailar alrededor del grupo de misioneros, con alegres cantos y danzas
desconocidas para los curas.
“¡Blasfemia!¡Blasfemia!” gritó
uno. “Cálmese hombre, capaz es un antiguo ritual pagano en nombre
del Señor” lo tranquilizó otro.
Luego salieron las mujeres vestidas de
todos los tonos, con coloridas polleras y pelucas rizadas, moviendo
las caderas y formando un circulo concentrico alrededor de los niños.
Al rato aparecieron los hombres de hombros anchos, con vestidos
similares y maquillaje sobre sus rostros.
“Esto es inaudito, exigimos una
explicación” decían los misioneros, atrapados en un torbellino de
risas y colores.
En ese momento, hizo su aparición
triunfal el hombre blanco que los había engañado. Estaba montado
sobre dos grandes patas de madera, haciéndolo llegar hasta los seis
o siete pies de altura. Llevaba una peluca como los otros, un traje
hecho con retazos de distintas prendas y una abominable, redonda y
saliente nariz roja.
Incitándolos en su extraña lengua, el
hombre blanco daba direcciones desde la altura haciendo que la masa
amorfa se mueva en un compás diabólico. Los curas atemorizados no
supieron qué hacer más que unirse todos juntos y esperar que el
termine el espectáculo pecaminoso. Tras cada dirección del alto
hombre, los pobladores ya sabían como dirigirse, hacia donde
moverse, que tipo de giro hacer, como si hubiesen preparado esta
danza ritual por mucho tiempo.
Con una última orden, todos los
pobladores se quedaron paralizados, como si esperaran una acción.
Hubo un silencio largo, los misioneros miraban a sus alrededores y lo
único que encontraban eran miradas cruzadas, penetrantes como
flechas, en los ojos endemoniados de aquel pueblo. La tensión se
rompió con el primer estallido, bombas con agua caían sobre los
hombres de fe, los cuales salieron corriendo espantados entre gritos,
silbidos y abucheos.
Al volver a la Europa madre, contaron
la historia a todos los señores de la iglesia para que tengan
conciencia de lo que sucede en aquellas tierras lejanas. Y para que
conozcan la vergüenza por la que hicieron pasar a la santa
institución.
Dios tenga en la gloria a los que
promulgan su palabra de paz.
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